El reencuentro



Me fusilaron, al despuntar el alba, un veintiocho de diciembre, el día de los Santos Inocentes. Yo de santo no tenía nada y de inocente según se mire. Mi madre me decía a menudo que acabaría mal, pero nunca imaginé que sería de ese modo, de pie delante de un pelotón de fusilamiento. Aquéllos eran días convulsos. Ejecuciones como aquélla tenían lugar casi cada día.

Recuerdo la cara angustiada de los soldados que me apuntaban, no mucho mayores que yo, que ya rondaba los diecinueve. Uno de ellos era Manuel, con quien había ido a la escuela hasta que mi padre me llevó a faenar al campo con él y mis dos hermanos. De eso han pasado un puñado de años, más de diez.

Manuel me miraba perplejo. No debía saber que yo era uno de los que tenían que matar con fuego de máuser alemán. Ni siquiera debía saber que me habían detenido. Me dio pena. No sé si llegó a disparar o lo hizo ver. Tampoco sé si les cuentan las balas. No tuve tiempo ni ánimos para verlo. Además, qué caramba, todo hay que decirlo, que me temblaban las piernas, y no precisamente de frío, y las lágrimas no me dejaban ver. Con la poca claridad reinante a esa hora de finales de diciembre, apenas podía contar cuántos eran los que tenía delante con sus ojos en el punto de mira. Creo que ni siquiera oí los disparos. Dicen que, una vez que te han abatido, el oficial que dirige el pelotón te pega un tiro de gracia (que no entiendo por qué le llaman así) para asegurarse que estás muerto.

No vi que nadie viniera en mi busca, como decían. Todo fue oscuridad. Y paz, eso sí. Sólo ahora, después de no sé cuánto tiempo ─pues donde estoy no siento que exista─, tengo plena conciencia de lo que hice. Sólo ahora pienso en mis padres, que todavía no deben saber qué ha sido de mí, que quizá me estén buscando entre los cuerpos que van apareciendo por doquier. Si es así, espero que con el tiempo abandonen esa búsqueda estéril, pues no hay peor pena que la de buscar sin hallar; que alguien, quizá Manuel, les diga que estoy muerto y enterrado en una profunda fosa junto a otros muchos jóvenes que, como yo, quisieron ser héroes en las filas del maquis.

También espero que mi padre me haya perdonado, aunque siga sin comprenderme. Me arrepiento tanto de haberle escupido a la cara aquellas últimas palabras, antes de volverle la espalda y echarme al monte. “Eres un cobarde”, le grité. Por poco no me parte la cara de un puñetazo, el brazo en alto, a medio camino, enrojecido por la rabia, o quizá por la impotencia, temblándole los labios y conteniendo las lágrimas. Él todavía no había alcanzado la cincuentena. Yo acababa de cumplir los dieciocho. Él había vivido, en el frente, los horrores de una guerra. Yo no había tenido ocasión de hacerla. Y yo pretendía que volviera a coger el fusil cuando lo que él quería era simplemente olvidar.

Siento muchísimo el sufrimiento de mis padres. ¡Si pudiera volver atrás! Al menos me tendrían a mí. Pero ya es demasiado tarde para rehacer el camino. No hay segundas oportunidades. Cómo me gustaría poder explicar lo que siento, a ellos que lo han perdido todo. Qué desgracia la de un padre que ve cómo la familia que fundó ha ido menguando y el hogar que construyó se ha ido vaciando hasta acabar como un campo yermo. Los hijos mayores caídos juntos a orillas del Ebro y el pequeño huido para vengar sus muertes. Qué sufrimiento el de una madre que ve que han apagado la vida de los hijos a los que dio a luz. Ahora, a ambos sólo les resta la esperanza de encontrarme con vida, y eso también lo perderán. Siento pena al ver que la más pequeña migaja de felicidad se la llevó una guerra injusta, que lo mejor de su pobre vida desapareció en un suspiro, que ahora sólo desean que el tiempo pase como un torbellino para que llegue el momento de librarse a la muerte.

Ellos todavía no han hallado la paz. Y yo quisiera dársela. Nunca antes me había alejado de ellos, siempre a su lado. Nunca tuve, pues, motivo ni ocasión para escribirles. Y ahora, que estoy lejos y tengo ambas cosas, no puedo. Les diría cuánto les quise y cuánto les quiero; que no sufran, que estoy bien; que no sientan pena alguna ni rencor por quien me delató, ni por quienes me atraparon y encarcelaron, y mucho menos por aquellos jóvenes que apretaron el gatillo siguiendo una orden; que los verdaderos culpables no son ellos; que no vale la pena odiar porque el odio hace la vida más larga y amarga.

Si alguien me oye, que les diga, por favor, esto de mi parte. ¿Por qué nunca lo hice, cuando, sentados todos junto al fuego, todavía podíamos mantener vivo el rescoldo del hogar y de una familia? Ojalá algún día podamos gozar de un merecido reencuentro.



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